El Tribunal Oral en lo Federal N.º 5 dictó una sentencia que vuelve a poner en primer plano uno de los episodios más trágicos y, durante décadas, más distorsionados de la historia carcelaria argentina: la llamada Masacre del Pabellón Séptimo, ocurrida en el penal de Devoto en 1978. En un fallo de alto impacto por su alcance simbólico y judicial, el tribunal condenó a 25 años de prisión a dos exfuncionarios del Servicio Penitenciario Federal por su responsabilidad en los hechos que terminaron con decenas de personas privadas de libertad muertas y muchas otras heridas.
El caso arrastra una larga historia de silencios, relecturas y disputas por el sentido. Durante años, el episodio fue presentado en el espacio público como un motín. Esa narrativa trasladaba la carga del desastre a los internos y, al mismo tiempo, habilitaba una lectura que diluía la cadena de mandos y la obligación estatal de resguardar la vida de quienes están bajo custodia. La decisión del tribunal federal, en cambio, se apoya en otra tesis: hubo violencia institucional grave y conductas que, por su naturaleza, encuadran dentro de crímenes imprescriptibles vinculados a violaciones de derechos humanos.
De acuerdo con lo que se expuso en el juicio, la tragedia se desarrolló en un contexto de represión estatal. La secuencia incluyó un incendio dentro del pabellón y una respuesta que, según testimonios y reconstrucciones, no estuvo orientada a proteger a las personas encerradas, sino a imponer castigo y control. Sobre esa base, el tribunal consideró probadas responsabilidades penales de dos antiguos jerarcas penitenciarios, mientras absolvió a un tercer acusado. El resultado marca un punto de inflexión: se pasa de la sospecha histórica a la sanción judicial.
Más allá de las penas impuestas, el fallo tiene un valor adicional: reconoce el peso del testimonio de sobrevivientes y familiares, que sostuvieron durante décadas la reconstrucción de lo ocurrido. En el proceso, las voces de quienes estuvieron allí —y de quienes buscaron verdad frente a la estigmatización— permitieron discutir no solo lo que pasó, sino cómo se lo contó. En causas de violencia estatal, la pelea por el relato suele ser parte del daño: cuando un hecho se presenta como un problema de orden interno, se invisibiliza la obligación del Estado de garantizar condiciones mínimas de seguridad y trato digno.
El tribunal evaluó conductas que, en la lógica del derecho penal y del derecho internacional de los derechos humanos, adquieren una gravedad particular cuando se cometen contra personas bajo custodia. En una cárcel, el Estado controla el espacio, las puertas, los tiempos y la posibilidad de escape. Por eso, cada decisión de la autoridad penitenciaria tiene un peso mayor que en otros escenarios. La pregunta jurídica central es si hubo abandono, indiferencia o acciones directas que agravaron el resultado letal. La respuesta del fallo fue contundente: la responsabilidad existió y debe ser castigada.
El impacto de la sentencia no se limita al pasado. También reabre una discusión contemporánea: qué significa, en la práctica, el deber de cuidado estatal en contextos de encierro. La Argentina acumula debates sobre hacinamiento, infraestructura deteriorada, incendios, fallas eléctricas, conflictos internos y protocolos de intervención. El precedente de Devoto recuerda que los servicios penitenciarios no son un mundo aparte y que la violencia dentro de las cárceles no puede ser tratada como un tema menor o inevitable. Cuando el Estado falla, la consecuencia no es solo institucional: es vida o muerte.
En términos políticos, el fallo llega en un clima donde la agenda de derechos humanos vuelve a ser objeto de disputas. Eso no es nuevo, pero la sentencia introduce un dato: no se trata solo de discusión pública, sino de decisiones judiciales con consecuencias concretas. En un país atravesado por la memoria de la dictadura, la justicia federal sostiene que ciertos hechos del pasado no pueden ser borrados por el paso del tiempo ni relativizados por etiquetas. La imprescriptibilidad funciona, en este caso, como una afirmación de responsabilidad estatal.
Para el sistema judicial, además, el caso deja lecciones sobre tiempos. La demora no es un detalle: condiciona pruebas, desgasta a testigos, aleja a víctimas y erosiona confianza. Sin embargo, la existencia de un fallo —aunque tardío— produce un efecto reparador parcial: reconoce el daño, fija responsabilidades y ordena un relato institucional basado en evidencia judicial. En sociedades con heridas profundas, el derecho no lo resuelve todo, pero puede acotar la impunidad y dar un marco a la discusión pública.
También hay una lectura penitenciaria: la sentencia pone bajo escrutinio la cultura organizacional de fuerzas de custodia, sus cadenas de mando y sus incentivos. En cualquier régimen democrático, el control de legalidad dentro de las cárceles debe ser permanente, porque allí se concentran asimetrías extremas. La rendición de cuentas no debería activarse solo cuando ocurre una tragedia; debería ser parte de la rutina institucional, con auditorías, capacitación y supervisión externa.
El fallo del Tribunal Oral Federal N.º 5, en suma, no es solo un cierre judicial de un expediente histórico. Es una señal de que las categorías con las que se interpreta la violencia estatal importan y que la Justicia puede corregir, con décadas de atraso, narrativas que consolidaron impunidad. Y es, sobre todo, un recordatorio actual: el Estado tiene la obligación indelegable de custodiar sin destruir, de encerrar sin aniquilar. Cuando esa obligación se rompe, la sanción no es un capricho: es la base mínima de un sistema que pretende llamarse Estado de derecho.