La Justicia federal dictó una sentencia de fuerte impacto institucional por los hechos ocurridos en la cárcel de Devoto en marzo de 1978, conocidos como la Masacre del Pabellón Séptimo. El veredicto, emitido por un tribunal oral federal con asiento en la Ciudad de Buenos Aires, estableció condenas de prisión para dos exfuncionarios del Servicio Penitenciario Federal por su rol en un operativo que terminó con un incendio, tormentos y la muerte de decenas de personas detenidas, además de numerosas lesiones graves.
El caso atravesó décadas de disputa pública y judicial. Durante años, lo sucedido fue narrado como un episodio confuso dentro de una cárcel, con versiones que minimizaron responsabilidades y lo presentaron como un motín. El juicio reconstruyó otra secuencia: un procedimiento de requisa con despliegue de fuerza, condiciones de encierro deterioradas y una respuesta estatal que, en vez de contener el riesgo, lo escaló hasta volverlo letal. La sentencia vuelve a poner un principio en primer plano: la privación de libertad no reduce la protección jurídica de la vida y la integridad física, y la custodia impone obligaciones reforzadas.
Según el veredicto, los dos principales acusados fueron condenados a 25 años de prisión por delitos vinculados con la imposición de tormentos reiterados y tormentos seguidos de muerte. En términos de responsabilidad, el tribunal valoró la posición de mando y la capacidad de decisión durante el procedimiento: la cadena de órdenes, el control del personal, el manejo del traslado de internos y la gestión de la emergencia se analizaron como elementos centrales para atribuir autoría. En el mismo expediente, un tercer imputado fue absuelto, al considerar el tribunal que no se acreditó su intervención con poder de mando o decisión suficiente.
Más allá del resultado penal, uno de los puntos jurídicos más relevantes fue el tratamiento de la prescripción. La defensa había planteado que, por el tiempo transcurrido, la acción penal debía extinguirse. El tribunal rechazó ese argumento al encuadrar el episodio como una violación extremadamente grave de derechos humanos cometida por agentes estatales en un ámbito de custodia. En lo concreto, la decisión sostiene que la magnitud del daño, el carácter estatal de los autores y los compromisos internacionales asumidos por la Argentina impiden cerrar el caso solo por el paso del tiempo.
La discusión sobre la calificación jurídica definitiva también ocupa un lugar sensible. En este tipo de causas, el encuadre como delitos de lesa humanidad o como graves violaciones a los derechos humanos con efectos equivalentes en materia de imprescriptibilidad no es un matiz menor: ordena el alcance de la respuesta penal, fija estándares de investigación y repercute en el mensaje institucional. El fallo se inscribe dentro de ese marco, y es esperable que en las instancias recursivas se evalúen planteos de distintas partes sobre cómo debe ser caracterizado el hecho en términos jurídicos.
En el plano probatorio, el debate se apoyó en testimonios de sobrevivientes, familiares y otros aportes documentales que permitieron reconstruir el escenario de aquella madrugada: un pabellón con sobrepoblación, infraestructura insegura y una intervención penitenciaria que escaló hacia la violencia. El tribunal ponderó el criterio de responsabilidad por conducción: no se trató de un hecho sin dueño, ni de un accidente inevitable. En una unidad penal, la organización jerárquica y la previsibilidad del daño son variables centrales cuando se analiza la actuación del Estado.
La sentencia dialoga con un debate que excede el expediente: cómo se evalúa la violencia estatal cuando las víctimas no son figuras públicas ni protagonistas de la agenda política, sino personas privadas de libertad bajo custodia. Al poner el foco en el deber de garante, el fallo reafirma que el Estado no solo debe abstenerse de dañar, sino que tiene la obligación positiva de proteger la vida y la integridad física de quienes están bajo su control. Esa obligación no se suspende por el tipo de delito que motivó la detención ni por el estigma social asociado al encierro.
En términos de política judicial, el caso reabre la discusión sobre la demora estructural. El paso del tiempo no es neutral: dificulta la obtención de pruebas, erosiona la memoria de los testigos, vuelve más compleja la reconstrucción de responsabilidades y suele desincentivar el impulso procesal. El juicio, aun tardío, envía un mensaje sobre la necesidad de sostener investigaciones de hechos graves cuando involucran a instituciones cerradas, donde el control externo es débil y la producción de evidencia depende, muchas veces, de quienes integran el propio aparato estatal.
En paralelo, la sentencia vuelve a iluminar un problema vigente: la situación del sistema penitenciario. Sin trasladar mecánicamente un hecho histórico a la coyuntura, la decisión refuerza estándares que hoy resultan indispensables: protocolos de emergencia, prevención de incendios, controles reales sobre el uso de la fuerza, registros verificables de operativos, auditorías externas y mecanismos de supervisión que no dependan exclusivamente de la lógica interna del servicio. Las cárceles no están fuera de la Constitución: forman parte del Estado y deben operar bajo reglas verificables.
Para familiares de víctimas y sobrevivientes, el veredicto supone algo más que una pena. En causas de esta naturaleza, el reconocimiento judicial cumple un rol público: fija hechos, atribuye responsabilidades y establece un estándar de verdad procesal que no queda a merced de interpretaciones convenientes. Para el Estado, la decisión plantea una obligación de memoria institucional: documentar, preservar y permitir el escrutinio público sobre prácticas de custodia, sanciones internas y condiciones materiales de detención.
La causa deja, además, una lección sobre el alcance del mando. En entornos cerrados y jerarquizados, la línea entre acción directa y responsabilidad por conducción es decisiva. La responsabilidad no surge solo de estar presente, sino de dirigir, permitir, ordenar o no impedir conductas que, dadas las circunstancias, podían terminar en tragedia. En una cárcel, la previsibilidad del daño aumenta porque las personas confinadas no tienen una capacidad de autoprotección equivalente: no pueden huir, no pueden abrir puertas, no pueden acceder libremente a auxilio ni controlar el entorno físico que puede convertirse en una trampa.
En adelante, el proceso probablemente continúe con revisiones en instancias superiores. Es habitual que, tras veredictos de este tipo, se discutan aspectos de la calificación jurídica, el alcance de la autoría, la valoración de la prueba y también el resultado respecto de imputados absueltos. Ese recorrido forma parte del control judicial ordinario. Pero aun con ese horizonte, la sentencia ya produce efectos: instala un precedente sobre cómo leer episodios de violencia estatal en contextos de encierro, refuerza el estándar de responsabilidad jerárquica y vuelve a colocar en la agenda pública la frontera entre orden, castigo y violación de derechos.
En un país donde el debate sobre seguridad suele simplificarse, el caso recuerda una regla básica: la custodia estatal no habilita impunidad, y el encierro no autoriza el abandono. La justicia tardía no devuelve vidas, pero puede ordenar verdades y fijar límites. Cuando esos límites se escriben en una sentencia, el beneficio final no es para un sector: es para el Estado de Derecho.